En el último día 5 de diciembre de 2012, los brasileños, diría con modestia, los terráqueos de este planeta azul, han perdido un magnífico y creativo arquitecto, el pequeño gran hombre Oscar Niemeyer.
Oscar como le gustaba ser llamado, murió a los 104 años en un lecho de hospital, bien asistido y lúcido, teniendo en su alrededor las personas más queridas. Una vida gloriosa y una muerte con mucha dignidad. Ha trabajado todos los días de su vejez y soñaba salir del hospital para cuidar de sus proyectos que decía él, estaban atrasados.
Arquitecto, ingeniero civil, artista plástico, humanista, comunista, ha diseñado obras para diversos pueblos del mundo. Sus magníficos proyectos han tenido la capacidad de atraer a cualquiera por la magia que lograba realizar transformando él concreto, un material duro, bruto y resistente en obras ligeras, simbólicas y atractivas que parecían flotar en el aire. Ha proyectado y construido con la Maestría de los Dioses, obras emblemáticas y marcos contemporáneos de nuestra civilización.
Ha contribuido sobremanera para forjar la sociedad brasileña, con un toque de rebeldía y innovación, necesarios a una democracia y un desarrollo social más justo. Ha dejado un bellísimo ejemplo personal de dedicación y compromiso con el trabajo, de pasión por la perfección, de coherencia existencial.
Nunca ha sido una unanimidad y tampoco ha buscado serlo, pues estaba consciente de la calidad de su contribución. Decía siempre que había encontrado en las sensuales curvas de sus amadas, en los horizontes tortuosos de la naturaleza, la inspiración mágica para sus obras encantadoras. Creía en la humanidad, en una sociedad más igualitaria y justa, en la solidariedad con los amigos, así como en él perfeccionamiento del hombre.
La humanidad pierde un consciente y vencedor hombre, que ennoblece cualquier nación y que ha sido un positivo, fuerte y emblemático ejemplo para muchos brasileños.
Paulo Helene